Salió la nota que el Plaza Condesa, recinto de conciertos en la Ciudad de México, va a ser demolido a causa de los daños estructurales por el temblor de 2017. En su escenario se presentaron los más disímbolos solistas y agrupaciones a lo largo de once años; literal, el género pop que se nos venga a la mente: Paulina Rubio, Kalimba, Rihanna, The Specials y lasnosecuantaspresentaciones de Caifanes y Molotov, ajonjolís de todos los moles.
Causa aflicción perder un foro concertil que originalmente fue creado como cine. Auditorio Plaza fue su nombre original, obra del ingeniero Francisco J. Serrano que dotó a su construcción de elementos Art Déco, visibles y conservados en fachada e interiores. Con esta pérdida arquitectónica se engrosará la lista de salas cinematográficas caídas, la misma suerte que corrieron en su momento otras como “Hollywood, La Raza y varios más”.
Es probable que las personas nacidas después de los noventa desconozcan el origen del título de la presente columna, el cual obedece a un eslogan publicitario cuando las carteleras cinematográficas se promocionaban por televisión en cadena nacional y al terminar la cápsula que anunciaba el estreno de una película, se escuchaba en off los nombres de estas salas.
Para los demás que evocamos esos anuncios de cines que se encontraban en el entonces Distrito Federal, nos tocó la transición no solo de la publicidad hoy al alcance de un dispositivo móvil; también el cambio implicó disfrutar películas en salas que albergaban miles de espectadores, mismas que fueron fragmentadas en varias, aunque eso implicara escuchar explosiones y carcajadas de las salas contiguas, con el pilón del torticolis por la mala distribución de asientos y pantallas.
La transición nos alcanzó para abandonar los vetustos recintos e irnos a las plazas comerciales para adentrarnos en los Cinemas Gemelos, dotados de la mejor tecnología que incluía el 3D y sus lentes de cartón; locales por cierto con efímera existencia al ser transformados en las actuales multisalas, paradójicamente contrarias a sus legendarios antecesores: pequeñas con precios altos.
Nuestra realidad nos dicta que, salvo pocas excepciones, los cinemas deben convivir con tiendas departamentales y supermercados; un fenómeno que data de hace unas cuatro décadas, con la proliferación de estos comercios y su detonante a finales del siglo pasado con la llegada de productos extranjeros antes difíciles de conseguir y distribuidos en estos negocios, provocando entre muchos factores, que el grueso de la población dejara de frecuentar los centros de las ciudades.
Desde su fundación, los núcleos urbanos en México cobijaron mercados, centros religiosos, plaza, edificios administrativos y lugares de esparcimiento, incluido el cine en urbes y pequeñas poblaciones que podrían adolecer de servicios básicos, pero no de una sala que proyectaba películas estrenadas con años de anterioridad y con público heterogéneo.
Como a muchos de ustedes, me ha tocado esta metamorfosis de las salas cinematográficas, con experiencias por demás singulares. Aferrado que es uno, cursé la escuela secundaria no en el municipio donde vivía mi familia, sino en uno que, si antes el chamuco lo merodeaba, ahora ya se asentó en tan violento lugar. Los días del Estudiante, la institución se veía benévola y nos llevaban al único cine para disfrutar la doble función que incluía una cinta de los Charles Bronson nacionales, alías Los hermanos Almada.
La otra película era alguna de Vicente Fernández o una sexicomedia cortada cada cinco minutos para no mostrar desnudos y palabras altisonantes, con la consiguiente chifladera sin distinción del respetable conformado por pubertas y pubertos y el aventadero de los sobrantes de torta a la pantalla. Supongo al director de la escuela le gustaban estas cintas o el presupuesto no alcanzaba ni para Kathy la Oruga, situación que sigo sin entender.
Esa sala -hoy ferretería y bodega- y otros voluminosos cinemas tuvieron su proceso de vida: nacimiento, vitalidad, ocaso y muerte. El cine desde su invención en Francia en 1895 estaba destinado al éxito; la prueba es que dos años después llegó al Castillo de Chapultepec la primera función en nuestro país, siendo Porfirio Díaz el honorable espectador y de ahí el establecimiento como industria cuando varios empresarios propagaron el novedoso entretenimiento.
Ante la falta de locales para su proyección, eligieron carpas y teatros, con la sucesiva construcción de salas en la que los arquitectos mexicanos trasladaron el toque nacionalista a cines que podían congregar miles de espectadores. Tal fue el auge que en pocos metros existían diversas salas a elegir, además que esta distracción formó parte de la canasta básica mexicana: por su costo y necesidad, se le incluyó en los gastos promedio de las familias.
La oscuridad de los llamados palacios cinematográficos no vino por los cácaros, sino por otras razones. La industria fue vapuleada casi simultáneamente con las películas de Rocky cuando el personaje es arrinconado, jalando aire y a punto de la derrota, con la diferencia que Balboa se sobrepuso y los cines cayeron por nocaut. La llegada en los años ochenta de las videocaseteras, propició el alejamiento de los espectadores, además de una huelga eterna por parte de los operadores de cines paraestatales que los tenían en completo abandono.
En el sexenio de Carlos Salinas de Gortari se privatizaron varias instituciones, incluyendo las salas cinematográficas, que, por su ubicación, fueron adquiridas para sustituir asientos y taquillas por anaqueles con mercancía de Elektra, Coppel, Suburbia y Del Sol. Varios recintos pararon de sufrir al convertirse en templos cristianos y otros fueron remodelados para hospedar conciertos, como el mencionado Plaza Condesa que no resistió los embates de cronos.
Así como el gobierno en sus tres ámbitos han realizado tímidos esfuerzos por rescatar estos edificios de valor histórico, la cinematografía también ha hecho mínimos guiños por estas salas, destacando Érase una vez en Hollywood (Tarantino, 2019), que recrea una de manera excelsa; situación similar en Roma de Alfonso Cuarón (2018), con la escena en el cine Metropolitan y por supuesto, el bello homenaje en Cinema Paradiso (Tornatore, 1988).
En nuestra cotidianidad es común pasar a un lado de inmuebles que en algún momento fueron lugares para el esparcimiento, rememorando las emociones que implicaban ver la película de estreno, de segunda y tercera corrida; eso no importaba mientras estuviéramos acompañados de una bolsa de palomitas, chesquín y si el bolsillo lo permitía, un helado de copa o unos dulces PEZ.
No es queja; como todos, nos adecuamos y disfrutamos ver películas en las coetáneas multisalas. Eso sí, en futuros no lejanos y por la prisa de que lo nuevo debe caducar pronto, es seguro correrán la misma suerte de los hoy demolidos “Hollywood, La Raza y varios más”.