Hace unos días murió la entrañable Silvia Pinal (1931), destacada por sus actuaciones y producciones en cine, televisión y teatro. En tiempos de memes, la señora Pinal no se hizo acreedora a ninguno por su fallecimiento, caso contrario con Chabelo, José José y otros consagrados, lo cual se concluye o era muy respetada, o no postulaba para la carrilla de internautas.
Donde sí hubo reacción en las redes fue por algunos encabezados en periódicos: “Muere Silvia Pinal, la última diva del cine mexicano”, “Silvia Pinal: la última gran diva del cine de oro mexicano”, con las consabidas respuestas por la alusión a María Victoria (1927), Ana Luisa Peluffo (1929), Elsa Aguirre (1930) e Irma Dorantes (1934), contemporáneas, partícipes también de la etapa mencionada y aún vivas.
No sé cuál sea el parámetro utilizado para decir quién es o no diva, pero al menos en la época del cine de oro mexicano -de 1936 a 1956, aproximadamente- resulta que casi todas las actrices lo fueron. Igual sucede con los actores, catalogados como los mejores y más galanes; mismo caso con los cómicos, definidos los más graciosos en la historia de la cinematografía local.
Romantizamos una etapa en la que ni todas las cintas fueron excelsas, ni todo el cuerpo actoral merece estar en la cima de nuestro cine. No me vayan a lapidar, pero ¿Pura vida y El chismoso de la ventana cintas protagonizadas por Antonio Espino “Clavillazo” son memorables? ¿Consideraríamos a Abel Salazar con su mismo y lánguido papel entre el olimpo de actores? ¿Libertad Lamarque -siempre dramática- entra en el selecto grupo de divas nomás por pertenecer a la misma temporalidad?
En lo que respecta a las divas, nos viene a la mente las mujeres de la farándula con historias de origen humilde en su mayoría, luego famosas, elegantes, ataviadas de fina joyería, pieles y en no pocas ocasiones con desplantes al público y periodistas. Al menos así lo propagó la sociedad y después los medios de comunicación.
El vocablo proviene de la palabra latina divus, relacionada con una divinidad femenina. La Real Academia de la Lengua define “un artista del mundo del espectáculo, en especial de un cantante de ópera”, y en modo peyorativo “que goza de fama superlativa”. El mote fue aplicado en el siglo XIX, sobre todo en Italia cuando la ópera se propagó y sus intérpretes adquirieron el estatus de divinos, más asociado hacía las cantantes, en la que una de ellas iba a definir el término.
Quien ostentó y consolidó el apelativo fue la soprano María Callas, con la mezcla perfecta del bel canto con esa “fama superlativa”. Su prestigio comenzó en Grecia, su país natal, y se acrecentó al mudarse a los Estados Unidos, donde ocupó los roles principales en las obras.
Eran los años cincuenta y el género se popularizó, con producciones que dieron la vuelta al orbe, incluida la Ciudad de México, donde Callas se presentó en varias ocasiones en el Palacio de Bellas Artes. A María se le conoció como La divina, una celebridad que igual aparecía en el programa televisivo de variedades de Ed Sullivan -el Raúl Velasco estadounidense- y era noticia por su romance fallido con Aristóteles Onassis, todo acompañado de la tragedia.
Su voz comenzó a perder fuerza, tuvo recaídas físicas dentro y fuera del escenario, además de estancias en hospitales por problemas cardíacos que mermaron sus presentaciones; la última en 1974, en Japón. Callas murió en 1977 por una crisis cardíaca, pero sin descartar un suicidio por los medicamentos tranquilizantes tomados por años.
El estilo de vida y notoriedad de Callas coincidió con el apogeo de la época de oro del cine mexicano, y es probable los medios de comunicación locales adoptaron el vocablo de diva para nuestras actrices por las similitudes de sus carreras con la greco-estadounidense, como ocurrió con María Félix, Dolores del Río y la misma Silvia Pinal, principalmente: guapas, talentosas, famosas, con múltiples matrimonios, glamurosas; sin embargo, lo más importante fue el respaldo de cada una con su trabajo.
Posterior del ciclo dorado del cine mexicano, a las actrices y cantantes mexicanas dejaron de publicitarlas con la ostentosidad relacionada de sus antecesoras, fueron momentos más mesurados en Lilia Prado, Rosita Arenas, y más tarde Susana Dosamantes, Julissa, Helena Rojo, Verónica Castro y Lucía Méndez, por mencionar algunas famosas. Irma Serrano, se autodenominada diva, pero fue más el manejo de la excentricidad a falta de talento.
Retomando a Silvia Pinal, no me subo al tren del momento, pero confieso su belleza me atrajo desde mis días de secundaria, cuando la vi actuar en el dramón Un rincón cerca del cielo (1952), en esos sábados de cine casero por Canal 2. A alguien de mi familia le pregunté sobre la actriz y me dijo era la misma que conducía el programa Mujer, casos de la vida real, momento en el que constaté el tiempo no pasa, sino se quedaba con las personas.
Asimilado mi desencanto, seguí admirando a doña Silvia, sobre todo porque no la veía altiva como a sus contemporáneas, además de ser multifacética en sus papeles cinematográficos, según consta su rol de Valquiria en El ángel exterminador (1962) y de diablo seductor en Simón del desierto (1965), ambos bajo la tutela de Luis Buñuel. Digamos que Pinal era más afable, más banda, pues.
Si las cuentas no fallan, quedan María Victoria, Ana Luisa Peluffo, Elsa Aguirre, Irma Dorantes como las últimas grandes actrices del cine de oro mexicano. Y ya que andamos inclusivos, no estaría de más insertar en el selecto grupo divino a las fallecidas Evita Muñoz “Chachita”, a Famie Kaufman “Vitola” y tantas actrices cómicas por lo regular olvidadas e igual de importantes para la cinematografía de antaño.
Las divas: talentosas, glamurosas, pero también empoderadas por méritos propios, y quizá es ahí donde radique más su valor que por la fama superflua.
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